martes, 8 de abril de 2014

EL OMBÚ

Cuando yo era chica vivía en el campo y los humanos nos mandábamos telegramas para comunicar una granizada, felicitaciones por un cumpleaños o mandar condolencias. Eran caros y se cobraban por palabra. El oficio de economizar relato es muy anterior al de plantar una idea en 140 caracteres.
Estoy al borde de los 40 años y este sábado asistiré a la mega fiesta de cumpleaños que organizan mis amigas del colegio. Hace un año que me estoy preparando para decir el número redondo con hidalguía y ensayo el gesto correcto para recibir comentarios del tipo “ay, yo te daba menos”. Hago una lista mental de las personas de mi generación que siguen siendo bellas y deseables, la mayoría, y olvido el asunto por un rato.
Hace poco en Twitter se multiplicaron las quejas y los chistes por la caída de Whatsapp y el éxodo a Telegram. Alguien mencionó la diferencia entre Telegram y telegrama: una generación entera (o quizás dos) no tienen la menor idea de qué se trata. Ni siquiera un telegrama de renuncia. “En nuestra generación somos todos monotributistas” provocó una tuitstar de 25 años. Quizás no es del todo cierto, pero puntito para mi generación, que conoció el aguinaldo, las vacaciones pagas y a Michael Hutchence en su esplendor.
También fuimos testigos de cómo los seres humanos se mandaban telegramas para comunicar rápido la muerte de alguien, una granizada que destrozó un campo, felicitaciones por un cumpleaños o condolencias. Eran caros, eran importantes. Se cobraban por palabra y entendí que el oficio de economizar relato es muy anterior al de plantar una idea en 140. Mi papá sostiene que eran los mensajes de texto de la época. Pero creo que eran más que eso, nadie mandaba un telegrama con una carita sonriendo y nada más. ¿O sí?
Durante mi infancia viví en el campo, me refiero al campo campo, con bosta de caballo, picaduras de ortigas y terneritos destetados en jaulas. Mi papá era tambero y se levantaba a las 4 de la mañana para ordeñar. Teníamos un tambo semi-industrializado y moderno para la época. Uno de mis primeros juegos fue dar la mamadera a los terneros guachos adentro de pequeños corrales de hierro y alambre tejido, fabricados en la herrería del galpón. Todavía recuerdo cómo se sentían las lenguas ásperas lamiendo las manos.
Ombú se llamaba el campo de mis abuelos, un matrimonio de chacareros prósperos que pasaban los inviernos en un semipiso en Buenos Aires yendo al Lawn Tennis Club a ver jugar a Vilas y que habían invertido en infraestructura para estar cómodos en el verano. Uno de esos lujos consistía en una usina con un generador de electricidad alterna que se rompía varias veces al año. Funcionaba con un dínamo enorme tirado por un motor Cooper ruidosísimo de 300 kilos, todo el equipo era hierro y debilidad. El resultado era energía equivalente a una batería de 32 volts, un poco más grande que la de un auto, pero suficiente para dar luz en la casa. El resto de los aparatos se alimentaba con otros recursos, la heladera con kerosene, la salamandra con leña, el televisor con una batería convencional de auto, el agua subía al tanque de un molino. Nada de secador de pelo o licuadora.
Precisamente por la luz, mi casa fue el centro de reunión nocturna de los peones, jefes de estación de tren y chacareros de la zona. Después de una lluvia que dejaba los caminos vecinales inútiles, era frecuente ver llegar familias en un tractor sin cabina a pasar una velada de pizza casera y naipes.
Una de las actividades de sábado de mi papá era ir al pueblo, a Huanguelén, a hablar por teléfono sobre los negocios familiares con mi tío de Azul, que estaba a 300 kms. A la mañana temprano le preguntaba a la operadora cuál era la demora y volvíamos dos o tres horas después con el pedido del autoservicio de la cooperativa y la compra de carne subida a nuestro Jeep viejo. Y ahí nos sentábamos a esperar la comunicación. La central telefónica era como la que se ve en las películas, con la operadora indiscreta que escuchaba conversaciones poniendo y sacando clavijas en un aparato que conectaba un mundo ajeno. A veces había que regresar a la tarde y si llovía era probable que hubiera demoras aún mayores. Para mis padres era una vida de mucho esfuerzo y pocas retribuciones, pero dicen que fueron los años más felices de sus vidas y para mí fue una infancia hermosa.
Pertenezco a la última generación que vio todo eso. Al poco tiempo de irnos a vivir al pueblo llegó a Ombú el tendido eléctrico desde El Chocón. El Camino del Hilo (de telégrafo) fue reemplazado por ruta asfaltada, a la escuela rural de al lado llegó el plan Megatel y el teléfono. También hubo éxodo generalizado de esa pequeña comunidad después de que no pasara más el tren por la estación que estaba justo enfrente.
Hace más de veinte años que vivo en Buenos Aires y hasta fines de los 90’s los intercambios de cartas -manuscritas y en papel- fueron cotidianos. Hace más de una década que estoy buena parte del día conectada a internet, ya pasó casi un lustro desde que tengo Whatsapp y varias semanas con Telegram instalado. Entre los que van llegando a mi lista de contactos hay un primo en Holanda, un amigo salteño recién mudado a Buenos Aires que conocí en Twitter, un ex jefe, una amiga que se fue a vivir a Barcelona el año pasado. En Facebook veo crecer a los hijos de mis amigos de la facultad, a quienes extraño, mando fotos con el teléfono a una amiga consultando con qué zapatos ir a la fiesta y arreglamos con mi hermana (que vive a pocas cuadras) detalles del viaje de la vuelta al pago. A través de Skype mi papá me pasó algunos detalles del generador eléctrico y mi mamá me vio por primera vez con los anteojos puestos y me piropeó. Mientras todo sucede, mando un currículum por e-mail y recuerdo que cuando conseguí mi primer trabajo tuve que ir en tacos al centro, llenar un formulario a mano y esperar en una fila. Con ese tiempo libre que tengo me dedico a contar esta historia.

Este texto fue publicado originalmente en www.bastióndigital.com y pertenece a la escritora suarense residente en CABA, Inés Meiller, mientras que la ilustración es de Guillermina Victoria. Ombú es una estación de tren con un pequeño poblado dentro del Partido de Coronel Suárez.

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